miércoles, 28 de noviembre de 2012

El “salto a la política”


Documento de discusión del CEFIPES (Centro de Estudios, Formación e Investigación en Política, Economía y Sociedad), noviembre de 2012.

Por Gabriel Merino* y Ana Natalucci**

* Sociólogo, Docente e Investigador de la Universidad Nacional de La Plata, becario CONICET.
** Dra. en Ciencias Sociales. Investigadora Asistente CONICET. Docente Facultad Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.


Un debate y una consigna frecuente del campo popular –del movimiento obrero organizado, de las organizaciones sociales-barriales, del movimiento estudiantil, etc.— es el del “salto a la política”. Si bien en estos últimos meses la consigna no es tan fuerte como en el pico de auge popular durante los meses previos al triunfo de Cristina Fernández de Kirchner en 2011, sigue siendo un eje de importancia en las organizaciones y en los militantes del campo popular, incluso más allá de los que se identifican con el kirchnerismo. Y si este debate sigue siendo central es porque estamos, por un lado, en esa transición –lo que no quiere decir que necesariamente se llegue—, y, por otro, porque se lo ve como una necesidad para profundizar.

Paradójicamente todos se asumen participando en política, aunque al mismo tiempo se observan por “fuera” de la política. Así formulado, la “política” aparece  como el sistema político-institucional al que hay que “llegar” como pueblo para ejercer plenamente el poder.

Más contradictoria resulta dicha afirmación cuando es pronunciada por organizaciones del campo popular que, a partir del kirchnerismo, son parte de la alianza político-social en función de gobierno.


Qué significa, entonces, el salto a la política

Dicho sintéticamente, el estado es la relación de fuerzas existente en un territorio, que se cristaliza en un conjunto de instituciones, que a su vez administran las fuerzas existentes. Por lo tanto, toda institución supone la objetivación de un proyecto político-estratégico.

Por ejemplo, a partir de que el proyecto financiero neoliberal se impuso, creó nuevas instituciones, leyes y políticas, modificó las existentes y destruyó otras: apertura comercial, privatizaciones, ley de reforma del estado, carta orgánica del Banco Central, la convertibilidad, ley de educación superior, ley federal de educación, etc. En un sentido más general, el estado del proyecto financiero neoliberal es la forma que adoptó la dominación del capital financiero y su conducción de un nuevo bloque histórico de los que “viven de los que trabajan” contra los que “viven de su trabajo”.  

La idea del “salto a la política”, desde la perspectiva que nos interesa poner en discusión, remite al hecho de que un proyecto político-estratégico pueda modificar a su favor la relación de fuerzas y cristalizarse en la conducción del estado. Es decir, que pueda proponer y desarrollar políticas públicas, impulsar nuevas sociabilidades que trastoquen los modos regulares de relaciones sociales, construir una nueva sociedad, etc. En definitiva, ser parte fundamental de las decisiones del estado que significa, a su vez, la construcción de otro estado.

Por lo dicho, todo proyecto político-estratégico supone la institucionalización por parte de la fuerza dominante de mediaciones que permitan su desarrollo. Ahora bien, cuando dicho proyecto se pone en cuestión y emerge una fuerza político-social contraria se produce una crisis, una suerte de tensión entre la fuerza emergente que busca crear nuevas instituciones acordes a sus intereses (por ejemplo, otra legislación laboral, otra política educativa, etc.), y las instituciones ya existentes.

Bajo esta óptica podría explicarse la crisis de 2001, esto es, se puso de manifiesto una disputa entre proyectos estratégicos de distintas fracciones del capital, a partir de lo cual se produjo un cambio de correlación de fuerzas –iniciado en 2002 y consolidado electoralmente en 2003— favorable a un proyecto productivo neodesarrollista bajo la conducción de los grupos económicos locales, con núcleo en la Unión Industrial Argentina, el Grupo Productivo (UIA, CAC, CRA, SRA) y el Movimiento Productivo Nacional como armado político transversal, cuyos máximos referentes eran Eduardo Duhalde y Raúl Alfonsín. Estos pugnan por la consolidación del Mercosur como mercado interno ampliado, la devaluación del peso, la pesificación de la economía, la intervención estatal y el capitalismo con valor agregado e inclusión social. El otro sujeto de la disputa estaba conformado por el proyecto financiero neoliberal e integrado principalmente por los bancos, las empresas de servicios privatizadas, ambos al girar sus ganancias al exterior proponían la dolarización de la economía con el consecuente aumento de tarifas. Este cambio en la relación de fuerzas evidentemente puso en crisis un conjunto de instituciones (como la batería de programas y planes sociales focalizados, ideas de autonomía de los espacios financieros, la convertibilidad de la moneda) mientras creó o restituyó otras (paritarias, políticas sociales universales, cooperativas, retenciones).

Esta disputa supuso la constitución de una alianza del Grupo Productivo con fuerzas del campo popular, con movimientos sociales y centrales de trabajadores que resistieron las políticas neoliberales en los 90’, dando lugar a un avance de estos intereses en el estado, en la influencia para la definición de políticas y en los contenidos nacionales-populares que fueron desarrollándose y fortaleciéndose en este proceso político. Vale aclarar que este proceso no siempre mantuvo el mismo ritmo, sino que este fue acelerándose según factores coyunturales.

Cuando el contenido social de la fuerza emergente es antitético del dominante, la crisis del Estado es orgánica. Lo que emerge es un nuevo orden social y, por lo tanto, un nuevo “estado”. Esto es lo que está en el fondo de la discusión actual, de la transición actual y de los distintos sentidos que se le da a la palabra profundización: mientras que para la UIA significa la profundización y consolidación del proyecto neodesarrollista-industrial, para las fuerzas del campo popular significa el avance hacia la “Justicia Social”.

En resumen, la premisa del “salto a la política” supone la posibilidad para las mayorías populares y sus organizaciones de intervenir en los lugares donde se toman las decisiones, que afectan su vida cotidiana, sus trabajos. Construir su comunidad como protagonistas centrales. Esta chance en la historia argentina fue posible con el peronismo, de ahí la importancia que este conserva en la memoria popular no sólo como reivindicación, sino como expectativa que recuperar y orientar la acción política.


¿Qué actores saltan?

Lo que “salta” a la política son el conjunto de grupos, fracciones y clases sociales populares excluidas o subordinadas. El salto a la política es del conjunto de los trabajadores, que pasan de una situación gremial y político-gremial para entrar en las luchas políticas por un proyecto de país, lo cual incluye al momento gremial y al político-gremial, los potencia pero los contiene dentro de una estrategia política.

El concepto de trabajadores es integral, refiere a “la clase de hombres que viven de su trabajo”, lo cual incluye a trabajadores obreros, técnicos, profesionales, científicos, changarines, etc.; que estén ocupados, subocupados o desocupados; sean activos o pasivos; se encuentren precarizados, flexibilizados, tercearizados, contratados como autónomos, etc.; o sean estudiantes, futuros trabajadores en formación.

La articulación del conjunto de los trabajadores y la constitución de su unidad estratégica en torno a un proyecto, hace a la constitución del sujeto histórico de la transformación, es decir, del sujeto con el cual transformar la sociedad, construir una nueva donde se trastoquen los modos de acumulación del capital, de dominación política y de constitución de subjetividades dominantes hasta entonces.

Dicho “salto”, como sucedió históricamente, implica a su vez la consolidación de una alianza social con los sectores de la pequeña y mediana producción, incluidos en el proyecto político-estratégico. Supone, en definitiva, un esfuerzo de articulación que permita superar identidades parciales en pos de la construcción de otras inclusivas.
     

¿Qué implica saltar?

El “salto a la política” implica la articulación de una agenda general incluyendo a una heterogeneidad de sectores. Es decir, construir un proyecto político estratégico para el conjunto de la sociedad, un plan desde el cual construir otra sociedad, o, en términos de la realidad  histórica nacional, profundizar el proceso de transformación popular que se puso en marcha con la crisis de 2001 y la derrota electoral del proyecto financiero neoliberal en abril de 2003.

En otro contexto histórico y bajo otras realidades, en plena Resistencia, el Programa de la CGT de los Argentinos del 1º de mayo de 1968 (siguiendo el desarrollo histórico de La Falda y Huerta Grande) fue parte de un proceso de salto a la política, en el sentido que venimos exponiendo. En el mismo, el movimiento obrero no se expresó meramente como resistencia, como negación a lo dominante, sino que pudo formular un programa justicialista para construir, a partir de la experiencia histórica del peronismo, un proyecto de sociedad forjado desde el propio campo popular.     

El desarrollo de un programa político –de cómo organizar economía, la educación, la salud, etc.– es el primer paso fundamental del salto a la política. No es resultado de un mero ejercicio intelectual. Es producto de una síntesis de la experiencia histórica y de un conjunto de prácticas que se multiplican y dan un salto cualitativo para pasar de la resistencia a un programa de estado. El punto de partida es la práctica misma y la crítica que brota de ella.

De ahí surge la necesidad de articulación de una fuerza, es decir, que el programa se vuelva fuerza político-social, salto a la política y pasaje de las ideas a la acción en donde las distintas fracciones del campo popular se encuentran descorporativizadas en lucha por un proyecto para crear una nueva comunidad política. Esto no significa que no luchen por sus problemas gremiales y políticos gremiales, sino que converjan en un proyecto político estratégico para el conjunto de la comunidad.

Por otra parte, todo proyecto político implica la articulación de ciertas “corporaciones” (en el sentido de entidades de representación de intereses) que se enfrentan a un proyecto político que implica la articulación de otras corporaciones. Es decir, en las luchas contra el proyecto neoliberal, la crisis de 2001 y la emergencia en 2003 del kirchnerismo implicaron la articulación de un conjunto de corporaciones tales como la UIA, CGT y Movimientos sociales (desocupados, trabajadores informales) versus ABA (Bancos extranjeros), privatizadas de servicios públicos, etc. Su articulación en un proyecto político estratégico implica la superación del mero momento económico-corporativo, el desarrollo de un proyecto de estado para el conjunto de la sociedad, el devenir de lo particular a lo general.   

Ello remite, necesariamente, a la formación de los cuadros, ya que el salto a la política implica que los cuadros gremiales o de los frentes sociales, que hasta entonces organizaban a su fracción en ese nivel pasen a hacerlo articulando a las distintas fracciones del campo popular en torno a un proyecto común. Esto es, organizar políticamente implica impulsar un proyecto de sociedad en términos prácticos pero también en términos ideológico-culturales.

Por lo tanto, el “salto a la política” implica el desarrollo de los cuadros políticos e ideológico-culturales, “realizadores y predicadores”, características que deben sintetizarse en una misma persona, que organiza a su fracción gremialmente y tiene esa experiencia de lucha y militancia (sociedad de fomento en barrios, sindicatos, centro de estudiantes, cámara de pequeños productores, etc.). Es decir, el carácter principal de la construcción debe orientarse de “abajo” hacia “arriba”, aunque exista una dialéctica entre ambos momentos. En caso contrario, se trata de un mero gerente de la política, que nunca organizó a nadie y por lo tanto su concepción no tiene nada que ver con una popular.

Ahora bien, no alcanza solamente con el desarrollo de un programa. Sin fuerza político-social con capacidad de lucha política ese salto a la política no tiene chances, ya que este existe en tanto puede cristalizarse en la práctica, en las relaciones sociales y en los territorios bajo otro proyecto político.

Esta fuerza de mayorías, nacional y popular, que articula a las distintas fracciones de los trabajadores y a las fracciones de la pequeña y mediana producción, es la que lucha en el plano político social (en la calle), en el plano político institucional (elecciones e internas de partido) y en el plano político-cultural (batalla de las ideas).

Sin esto, toda pelea electoral o por cargos –que es la forma restringida en que suele entenderse el salto a la política– debe estar subordinada a un programa de la profundización del proyecto nacional, popular y latinoamericano. Ello no depende de un líder y mucho menos de un grupo de técnicos que gestionen el orden dado. Más bien, es sólo producto del pueblo organizado, luchando y estableciendo nuevas prácticas desde el cual se construye el sujeto de la transformación para la profundización.

El salto a la política de las mayorías implica nuevas síntesis políticas, la construcción de una nueva identidad a partir de las identidades existentes en el campo popular, en las distintas fracciones que lo componen. En tanto es síntesis de las diferentes fracciones sociales descorporativizadas también lo es de sus distintas identidades.

El elemento central del salto a la política es que las mayorías populares construyan poder popular para organizar la comunidad política. Por ello, las mayorías no “adhieren” sino que están comprometidas, participando y organizadas en función de un proyecto propio.

Son estas mayorías quienes construyen los procesos populares. De ahí que se afirme que había peronismo antes de Perón. La fuerza de las mayorías populares es necesariamente anterior a su expresión político-institucional (en cargos, políticas de estado, consolidación de un movimiento político, etc.) por más que ello luego las refuerce y se establezca a partir de allí una relación dialéctica. Incluso con el gobierno del estado, no se puede ir más allá de lo que da la lucha, o el poder popular construido: “Si no triunfo en la lucha no llegaré muy lejos en la acción de gobierno”.   

En Resumen, sin lucha, sin construcción de poder popular, sin organización política de las mayorías populares, sin proyecto político que exista como realidad en la práctica territorial, sin “salto a la política” no hay posibilidad de profundización y consolidación del Proyecto Nacional Popular y Latinoamericano o de liberación nacional y social.

jueves, 22 de noviembre de 2012

El voto a los 16: un avance en los derechos políticos-civiles que reclama profundizar los derechos sociales




Gabriel Merino

La ampliación de la edad para votar a los 16 años es un gran avance democrático. A 100 años de la sanción de la ley Saénz Peña y a 65 años de la universalización real del sufragio a partir del voto femenino sancionado por Perón en 1947, la incorporación de mayores franjas juveniles a la participación electoral es un paso más en la dirección de enriquecer y hacer más inclusiva nuestra comunidad política.

La ampliación de la ciudadanía a partir del ensanchamiento de los derechos civiles constituye un paso importante en el camino de la democratización de la sociedad, siempre y cuando vayan acompañados de avances en los derechos humanos y sociales que impidan que los derechos civiles sólo queden en letra muerta. Este es un debate central desde el surgimiento mismo de la democracia, que hace a la diferencia sustancial entre democracia formal y democracia real y social.   

El debate y la participación política de los jóvenes son centrales para forjar un país para todos. Desde el golpe de 1976 y la imposición del proyecto financiero neoliberal, la juventud fue objeto de múltiples estrategias regresivas, con el objetivo de mutilar desde temprano a las generaciones populares que tendrían en sus manos conducir los destinos de la nación.

Los jóvenes militantes obreros, estudiantes, profesionales y campesinos que luchaban por una patria más justa fueron objeto primordial de persecución sangrienta. Luego, con la profundización del neoliberalismo, objetivos privilegiados de la nueva ética del consumismo, del individualismo, de la no participación, del “no te metas”, de la política no sirve para nada, etc., como forma de adoctrinar y excluir de la decisión sustancial de los rumbos de la nación a las grandes mayorías. Por otra parte, la juventud, especialmente la juventud pobre -multiplicada hasta el hartazgo con las políticas de destrucción de la producción, el estado y el trabajo- se erigió como objeto central y estigmatizado de la criminalización.

Ello trajo la fragmentación de la sociedad y, especialmente, de la juventud. La juventud pobre y obrera, tipificada como “pibes”, y la juventud de los trabajadores profesionales y sectores medios presentada como “adolescentes” o simplemente juventud, es la forma en la que se expresa dicha fragmentación y se divide el campo del pueblo. Atomizando a todos aquellos que viven de su trabajo y estigmatizando como peligrosos a sus fracciones más pauperizadas.

No por casualidad se vedó a la juventud la política, primero a la fuerza y luego a través de la batalla cultural.  Porque la participación y politización de la juventud es la salida estratégica para romper esta trampa y superar, a su vez, la trampa de cierto “progresismo” de poner a la juventud (especialmente de las fracciones más postergadas) como meros objetos de asistencia, separadas también del resto de los sectores que componen el campo del pueblo.   

Resulta fundamental romper con la concepción formalista de la democracia y problematizarla desde la centralidad de la vigencia plena de los derechos humanos y sociales para la vigencia completa de la misma. En este sentido, este avance para los jóvenes no puede soslayar la cantidad de jóvenes todavía excluidos, que se expresa en la alarmante cifra de quienes no estudian ni trabajan.

Según cifras de la CEPAL, en 2010 eran 900.000 los jóvenes en nuestro país entre 13 y 19 años que se encontraban en esta condición. Muchos, a pesar de la obligatoriedad de la secundaria que constituye otro gran avance legislativo en nuestro país, no pueden estudiar ya que no tienen las condiciones sociales suficientes para hacerlo. Por otro lado, es sobre los jóvenes donde principalmente recae el flagelo del desempleo, el trabajo en negro (que todavía afecta a más de la tercera parte de los trabajadores) y la explotación por tercerización que, como pesada herencia neoliberal de la dictadura, cercena los derechos básicos del joven trabajador. El asesinato de Mariano Ferreyra es paradigmático en este sentido.

Por ello esta ley del voto joven va a empezar a llenarse de más contenido y realidad cuando, por ejemplo, se avance sobre el proyecto de responsabilidad solidaria contra la tercerización como forma de precarización laboral. O cuando los jóvenes tengan un pleno acceso a la vivienda garantizado por un Banco Hipotecario estatal y para los trabajadores. O cuando se les garantice a los jóvenes un acceso al primer empleo digno. O cuando podamos avanzar y hacer cumplir plenamente la Ley 26.061 de Protección de los Derechos del Niño y de los Jóvenes, sancionada en 2006.

Ese es el camino de la profundización y el camino de la democratización plena. La democracia, en su sentido más profundo, es inseparable de la Justicia Social, que es creadora de ciudadanía. La democratización efectiva de la sociedad significa además del pleno ejercicio de los derechos civiles y la ampliación del sufragio, el pleno acceso a la vivienda, a la salud, a la educación, a la alimentación. Todo ello es lo que hace realmente efectiva la democracia.

Una democracia participativa, una democracia social, una democracia real es posible sólo a través de la justicia social.